A raíz de los últimos acontecimientos en Nepal —incendios en edificios institucionales, la caída del gobierno y la lamentable pérdida de vidas humanas, además de numerosos heridos— sentimos la necesidad de expresar una reflexión.
La mayoría de las veces, la gente no reacciona ante un mundo que se proclama injusto cada día, desde el amanecer hasta el anochecer. Vive sometida, reprimida, sin expresar lo que siente, limitándose a desahogarse en espacios de catarsis que, en realidad, no generan ningún cambio real.
El tiempo pasa, unos mueren y otros permanecen, mientras los que seguimos aquí observamos el mundo desde fuera. Nadie asume el verdadero protagonismo ni toma la bandera del trabajo y la lucha diaria para impulsar una transformación profunda.
Sin embargo, llega un día en que la masa explota: un conjunto de individuos de una región o país se levanta de manera violenta. Paradójicamente, esa violencia termina generando lo contrario de lo que se buscaba. Se siente una cosa, pero se hace otra. Amparada en la fuerza del grupo, la multitud ataca a las instituciones, embiste contra el poder y lo derriba.
Nada más equivocado: quienes ocupan el lugar de los anteriores, tarde o temprano, reproducen las mismas prácticas de sus predecesores.
El ser humano, como individuo, debe plantearse su papel en el mundo y actuar con conciencia desde que adquiere razón hasta el final de sus días. No dejarse arrastrar por la turba, que despierta los instintos más bajos, sino reivindicarse como ser único, con diferencias e idiosincrasia propias.
Ese es mi mensaje de hoy: este patrón de comportamiento se repite a lo largo de la historia y seguirá repitiéndose, a menos que cada uno de nosotros aprenda a hacerse valer como individuo y a ejercer su responsabilidad personal.


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