En todas las sociedades existen personas que, por conveniencia o costumbre, fingen. Pero hay un tipo humano más inquietante y frecuente de lo que se conoce, aquellos que no solo mienten ocasionalmente, sino que han hecho del cinismo y la hipocresía su modo habitual de vivir. No hablamos aquí de pequeños disimulos sociales, algunos inevitables en la vida cotidiana, sino de una forma de existir basada enteramente en la doblez, el cálculo y la apariencia.
Según un estudio de EEUU en el año 2020, aproximadamente el 63% de los adultos admiten haber fingido emociones o actitudes contrarias a las reales en contextos laborales o sociales, al menos una vez a la semana. Pero lo más alarmante es que un 12% lo hace diariamente y de forma sistemática. Esto indica que hay un porcentaje nada despreciable de personas que han normalizado la disociación entre lo que piensan, sienten y expresan.
El cinismo, la actitud que desconfía del valor real de los principios morales o sociales, se ha transformado en muchas esferas en una herramienta de ascenso. En política, empresas, medios de comunicación e incluso en ciertas familias, se valora más la capacidad de manipular las formas que la honestidad del fondo. Y en este escenario, la hipocresía no se castiga, se premia.
Los individuos cínicos suelen mostrarse como persuasivos, empáticos, seguros de sí mismos. Pero no son lo que parecen. Su discurso busca aceptación, no verdad. Su afecto es estratégico, su cercanía, interesada. A menudo, son personas bien adaptadas, incluso admiradas públicamente, mientras tejen en privado relaciones marcadas por el uso y el abuso emocional.
Desde el punto de vista psicológico, estas personas suelen presentar rasgos relacionados con lo que algunos estudios clasifican dentro del “triángulo oscuro de la personalidad”, narcisismo, maquiavelismo y psicopatía. No significa que sean criminales ni necesariamente crueles, pero sí que su brújula moral está profundamente distorsionada. Estas personas no sienten culpa con facilidad. Justifican sus actos como necesarios, se consideran superiores moral o intelectualmente a los demás, y rara vez asumen responsabilidades reales. Su fuerza reside en su frialdad emocional, en su capacidad para parecer auténticos mientras son todo lo contrario.
Quien se relaciona con una persona de este tipo acaba, tarde o temprano, afectado, como amigos manipulados, parejas desgastadas, compañeros frustrados, familiares traicionados. El daño emocional que provocan es profundo, porque destruyen el lazo más básico que nos une, la confianza.
En entornos más amplios, esta conducta tiene efectos sociales devastadores. Se genera desconfianza generalizada, cinismo colectivo, indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Si los líderes son hipócritas, la mentira se contagia. Si las figuras públicas viven del fingimiento, la autenticidad se desprecia.
Este fenómeno no se limita a lo institucional o lo mediático. Se ve todos los días, de forma cercana y cotidiana, en personas que viven como si estuvieran por encima de los demás. No escuchan, no se cuestionan, no admiten errores. Se rodean de una imagen de superioridad moral, y profesional o emocional, y desprecian silenciosamente a quienes no entran en su juego.
Lo más inquietante es que muchas veces no fingen por necesidad, sino por costumbre. Pretenden aparentar lo que no son, porque no se aceptan como son, o porque creen que su verdadero yo no es suficiente. Fingir se convierte entonces en una manera de sobrevivir socialmente, de ascender, de controlar, hasta que el disfraz se vuelve permanente.
Se esfuerzan por proyectar una imagen de éxito, valores o felicidad que rara vez coincide con su interior. Y mientras tanto, viven vacíos, desconectados de sí mismos, atrapados en un papel que eligieron y del que ya no saben salir. Porque cuando uno finge demasiado tiempo, llega un momento en que olvida quien era antes del Teatro.
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No siempre es fácil, porque su habilidad para encajar y convencer es alta. Sin embargo, hay señales, contradicciones constantes entre discurso y acción, incapacidad para reconocer errores, relaciones que se rompen sin explicaciones claras, uso habitual del “doble lenguaje” y una tendencia a ponerse siempre en el centro de todo.
En una Sociedad obsesionada con las apariencias, la figura del hipócrita funcional parece prosperar. Pero si aspiramos a una convivencia más humana, más justa, más digna, es urgente recuperar el valor de la autenticidad, aunque duela. Porque la verdad puede incomodar, pero la mentira sostenida destruye. El cinismo no es una inteligencia refinada, ni la hipocresía una virtud diplomática. Son máscaras del miedo, del ego y del vacío. Algo que deberíamos comenzar a distinguir, a verlas como lo que realmente son.
- CONCHI BASILIO

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